A pesar do dramatismo da situación que describe, Justo Serna escribe con humor. Serna é un catedrático da Universidade de Valencia, especialista no que se coñece como “historia cultural”. Alimenta un interesante blogue que se chama Los Archivos de Justo Serna. Recentemente publicou na prensa un artigo, “El capital no tiene patria”, que tamén está no seu bloque aínda que co título de “Historia del espárrago”. Entre outros moitos, o concepto de “globalización” sobrevoa todo a artigo; e tamén o de “capitalismo”.
"A los chinos les debemos grandes hallazgos, enormes
contribuciones. Los valencianos, por ejemplo, no seríamos nada sin la pólvora
de la que ellos son pioneros. Nos gusta hacer castillos en el aire para
asombrar a vecinos y visitantes y nos place asustar a locales y foráneos con nuestras
explosiones terrenales. Es una machada, cosa cultural y telúrica. Somos un poco
fanfarrones, ya saben.
A los chinos, aquí asentados, les debemos los bazares a los
que acudimos. ¿Quién no ha recurrido a estas tiendas de baratijas y
comestibles? Se esfuerzan por endosarnos el producto aun cuando no sea
exactamente lo que buscamos. Me cuenta un familiar que la palita para remover y
recoger la caca del gato, algo que necesitaba para su minina, acabó comprándola
en un Chino tras la insistencia que puso el comerciante asiático. Una vez fuera
del establecimiento la herramienta le resultaba inservible, pero por unos pocos
céntimos, ¿qué iba a hacer?, admitió. Pues eso: premiar al esforzado
negociante.
A los chinos de la China popular o de Taiwan les debemos parte
de la indumentaria que vestimos. Amancio Ortega ha trasladado su producción de
textiles creando puestos de trabajo en ciudades orientales. Allí los nativos,
apiñados en naves propias de tiempos decimonónicos, los fabrican con salarios
reducidos y en condiciones precarias. Aquí, gracias a los asalariados asiáticos
de don Amancio, nos mostramos como clientes distinguidos. Al menos los miles y
miles de jóvenes españoles que seguramente carecen de empleo, pero lucen muy
modernos. O muy rumbosos.
A los chinos les debemos todo tipo de artefactos
tecnológicos. Un amigo me muestra un smartphone de línea blanca. Literalmente
de línea blanca: es de ese color y además no le veo la marca. Es una perfecta reproducción de un móvil de
gama alta y muy apreciado por todos los públicos. No se cuántas horas habrá
detrás de su producción. Gracias a nuestros móviles, a nuestras tabletas, a
nuestros ordenadores, alimentamos o mal alimentamos a un ejército industrial de
asiáticos. Aquí, los desempleados de unas fábricas y servicios clausurados
esperan una ocupación poco probable. Forman lo que Karl Marx llamó un ejército
industrial de reserva.
Leo en El País que el
Gobierno de la República Popular ha decretado migraciones masivas del campo a
la ciudad. Tal cosa debería ocurrir en pocos años y supondría el traslado de
200 millones de chinos. Los imaginamos ya hacinados en las periferias urbanas
produciendo las quincallas o las joyas industriales que los occidentales
precisamos: aumentando la
fabricación que en Europa se pierde, es decir, ordenadores, tabletas,
frigoríficos, móviles y escobillas de baño.
Alemania se enorgullece de su tecnología y sus productos
sofisticados, tan apreciados. Nada, nada. En poco tiempo será también una
industria en declive, quizá un país fallido. ¿Dónde están los ordenadores
alemanes. ¿A quién se los venden? ¿Y sus teléfonos? Los coches y los
electrodomésticos germanos aún se exportan y tienen prestigio, se responderá.
Nada, nada. También en pocos años,
los autos y los cachivaches asiáticos sustituirán el parque móvil y semoviente
de los occidentales. ¿Que eso no sucederá? No: ya está sucediendo.
A los chinos les debemos una gastronomía agridulce, con
pollo, repollo, lechuga, almendras, gambas, arroz y rollitos. Es un almuerzo
que nos resultaba exótico y económico, un tentempié o una comilona que en estos
momentos ya no apreciamos. Pero los orientales, avispados como son, han
decidido cambiar y ahora nos sirven, por ejemplo, sepia, sepionet, calamares,
patatas bravas y cerveza: lo más demandado por el valenciano que sale a picar.
El mundo cambia vertiginosamente y nos aferramos a las
rutinas. Yo acostumbro a comprar en distintos establecimientos las vituallas de
la casa: en el supermercado o en el paquistaní de la esquina. Y cuando puedo me
escapo al Mercado Central. Soy un comprador con prisas… No suelo examinar las
etiquetas de los productos. Por pereza, por irresponsabilidad: qué sé yo. Pues
bien, a partir de ahora lo haré. Esta semana, mi cuñada me ha hecho un gran
descubrimiento: los espárragos enlatados que adquiero en Mercadona o en Consum
también son chinos.
Quedé estupefacto cuando me lo confesó. Al corroborarlo me
daban ganas de mandar a freír espárragos a los responsables de ambas empresas;
me daban ganas de mandarlos a escarbar cebollinos. De repente pensé en los
ricos trigueros de España: en trigueros, en rústicos y en carniceros. De
repente pensé en Amancio Ortega y en Juan Roig, en su patriotismo. Según dice
el castizo, tiene cojones la cosa. Como los espárragos de Navarra, tan
cojonudos. El capital no tiene patria ni corazón, su alma ha emigrado, y
nosotros estamos descolocados. O mejor, deslocalizados: como los millones de
chinos a los que su Gobierno sin alma también forzará a emigrar".
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