Miguel Delibes (1920-2010), un dos grandes escritores
en lengua castelá, publicou en 1950 a novela El camino. Aínda que no libro non
aparece citado, o pobo no que se desenvolve a novela é Molledo (Cantabria),
lugar no que o autor pasou longas tempadas durante a infancia. Esta é a
descrición que fai do seu val. Non é, evidentemente, un exercicio académico de
comentario de paisaxe natural, pero podería selo.
“El valle... Aquel valle significaba mucho para
Daniel, el Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle había
nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de altas montañas que lo
circuían. Ni experimentó la necesidad de hacerlo siquiera.
A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y
el cura, y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla
independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin embargo, no era así;
el valle tenía su cordón umbilical, un doble cordón umbilical, mejor dicho, que
lo vitalizaba al mismo tiempo que lo maleaba: la vía férrea y la carretera.
Ambas vías atravesaban el valle de sur a norte, provenían de la parda y reseca
llanura de Castilla y buscaban la llanura azul del mar. Constituían, pues, el
enlace de dos inmensos mundos contrapuestos.
En su trayecto por el valle, la vía, la carretera y el
río -que se unía a ellas después de lanzarse en un frenesí de rápidos y
torrentes desde lo alto del Pico Rando- se entrecruzaban una y mil veces,
creando una inquieta topografía de puentes, túneles, pasos a nivel y viaductos.
En primavera y verano, Roque, el Moñigo, y Daniel, el
Mochuelo, solían sentarse, al caer la tarde, en cualquier leve prominencia y
desde allí contemplaban, agobiados por una unción casi religiosa, la lánguida e
ininterrumpida vitalidad del valle. La vía del tren y la carretera dibujaban,
en la hondonada, violentos y frecuentes zigzags; a veces se buscaban, otras se
repelían, pero siempre, en la perspectiva, eran como dos blancas estelas
abiertas entre el verdor compacto de los prados y los maizales. En la
distancia, los trenes, los automóviles y los blancos caseríos tomaban
proporciones de diminutas figuras de «nacimiento» increíblemente lejanas y, al
propio tiempo, incomprensiblemente próximas y manejables. En ocasiones se
divisaban dos y tres trenes simultáneamente, cada cual con su negro penacho de
humo colgado de la atmósfera, quebrando la hiriente uniformidad vegetal de la
pradera. ¡Era gozoso ver surgir las locomotoras de las bocas de los túneles!
Surgían como los grillos cuando el Moñigo o él orinaban, hasta anegarlas, en
las huras del campo. Locomotora y grillo evidenciaban, al salir de sus
agujeros, una misma expresión de jadeo, amedrentamiento y ahogo.
Le gustaba al Mochuelo sentir sobre sí la quietud
serena y reposada del valle, contemplar el conglomerado de prados, divididos en
parcelas y salpicados de caseríos dispersos. Y, de vez en cuando, las manchas
oscuras y espesas de los bosques de castaños o la tonalidad clara y mate de las
aglomeraciones de eucaliptos. A lo lejos, por todas partes, las montañas, que,
según la estación y el clima, alteraban su contextura, pasando de una extraña
ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros.
Al Mochuelo le agradaba aquello más que nada, quizá,
también, porque no conocía otra cosa. Le agradaba constatar el paralizado
estupor de los campos y el verdor frenético del valle y las rachas de ruido y
velocidad que la civilización enviaba de cuando en vez, con una exactitud casi
cronométrica.
Muchas tardes, ante la inmovilidad y el silencio de la
naturaleza, perdían el sentido del tiempo y la noche se les echaba encima. La
bóveda del firmamento iba poblándose de estrellas y Roque, el Moñigo, se
sobrecogía bajo una especie de pánico astral”.
Miguel Delibes (1950): El camino,
Madrid, Real Academia Española-Alfaguara, 2014, páxs. 22-24.
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